Mente y memoria mágica


Ignacio Gómez de Liaño. "Giordano Bruno: Reforma de la mente y la memoria mágica." (Fragmento).

De nuevo un banquete para comenzar la historia del arte de la memoria. En un convite que daba el noble tesalio Scopas, Simónides de Ceas cantó un poema lírico en honor de su huésped. Pero como una buena parte del canto iba dedicada a Cástor y Pólux, Scopas le dijo que la mitad de la paga acordada se la pidiese a los dioses Gemelos. Un poco después vinieron con un mensaje a Simónides, comunicándosele que dos jóvenes le esperaban a la puerta de la casa. Salió Simónides, pero no vio a nadie. Durante su ausencia se derrumbó con gran estrépito la sala del banquete y quedaron bajo los escombros machacados y destrozados los cuerpos de Seopas y sus invitados. Tan magullados estaban los cadáveres que cuando los familiares llegaron para preparar el entierro no acertaban a reconocerlos. Pero Simónides, como recordase los lugares donde estaban los invitados, pudo identificarlos. Los dioses gemelos le arrancaron de la muerte y así es como abonaron la parte que le debían (pues de Simónides se dice que fue primer poeta que exigió pago por los poemas). 
Esta experiencia sugirió al desenvuelto Simónides los principios del arte de la memoria. Infirió que para bien recordar lo mejor era retener en la memoria un buen dispuesto conjunto de lugares, donde alojar las imágenes de las cosas -o de las palabras, en su caso-que se hubiesen de memorizar. 
Tres épocas podemos distinguir en la historia de esta arte. La Antigüedad greco-romana, con los fehacientes testimonios de Cicerón y el Ad Herennium (texto falsamente atribuido a Cicerón en la Edad Media), y la «contestación» de Quintiliano. Durante esta época el arte de la memoria va vinculada a la retórica, a la formación del orador –o, cuando más, al adiestramiento del rapsoda–. El ambiente intelectual de esta arte es platónico más bien que aristotélico. 
En la Edad Media el arte de la memoria sufre un cambio radical: ya no hay foro ni ágora, ni oradores, pero sí una fuerte invasión religiosa. Por eso en esta época el arte de la memoria se conecta con la virtud de la prudencia, una de cuyas partes era la memoria –siguiendo en esto una pista ciceroniana– y hace las veces de recordatorio de las virtudes. Alberto Magno y Tomás de Aquino la funden con el aristotelismo, tomando como punto de partida la gnoseología del Estagirita: que no' se puede pensar si no es con imágenes. Al final de la Edad Media se redactan grandes tratados sobre esta arte. La orden Predicadores o de Santo Domingo, a la que Bruno perteneció, hizo de ella una de sus disciplinas preferidas. Una variante singular que afecta por igual a esta arte, a la metafísica y a lo que podríamos llamar «prácticas de iluminación cabalista», es el arte de Raimundo Lulio. 
Es en el Renacimiento, en la época en que por la invención de la imprenta esta arte a tan poca utilidad podía ya pretender, cuando se produce un nuevo y más sorprendente cambio, con Giulio Camillo y la atmósfera neoplatónica y hermética de Venecia. Pero la modernidad –digo, el racionalismo, la imprenta o no sé qué– la habían herido de muerte y su floración, tras dos milenios, la precipita en súbito desvanecimiento. De gracia o de desgracia el golpe lo recibió en la época de Bruno, y su lenguaje, como otros de aquella época: emblemas, divisas, empresas, heráldica, etc., resulta para el hombre moderno, y probablemente para el «filósofo» sobre todo, ininteligibles. En el Renacimiento tuvo también arte de la memoria una contestación, en la línea de Quintiliana, la de Petrus Ramus, al que Bruno tilda «archisicofanta» y de «príncipe de los pedantes» -pese que el eficiente y moderno M. de la Ramée era antiaristotélico-. Petrus Ramus decide que en la memoria no ha lugar para los lugares ni para las imágenes, abajo imaginación, .Y viva la «dialéctica», viva el «método analítico» (éstas son las dos expresiones que utiliza M. de la Ramée). 
En el libro citado de F. se puede encontrar una amplia documentación de esta historia; a él me remito. Para nuestro propósito bastará con hacer sólo referencia a algunos puntos. 
Hemos dicho que la imprenta -con su secuela bien abastecidos archivos y bibliotecas-precipita la muerte de esta arte, pero no conviene olvidar que su historia tiene lugar cuando ya la escritura alfabética tía, de manera que la «memoria se presenta como una suerte de réplica o/y alternativa al alfabetismo. No olvidemos tampoco que en mito del Fedro platónico, citado. más arriba, Thot-Herrnes presenta a Thamus, rey egipcio, su gran invento, la escritura alfabética, «que hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria». Thamus hace ver Thot que su invento provocará justamente todo lo contrario, un gran detrimento de sabiduría y de la memoria. (Bruno en De se ajusta a esta interpretación) La memoria de la que ahí se habla no es, sin duda, de la memoria de la época alfabética, sino la de la época precedente, oral quizá. No vamos meternos en conjeturas sobre cómo sería la memoria de épocas remotas, pero sí parece plausible que los jeroglíficos actuasen a manera de memoria artificial como «vivos caracteres de la naturaleza». El lenguaje en que los sacerdotes conversan con los Dioses, que es el mismo que Bruno se propone recrear en De imaginum. 
En la Antigüedad grecorromana, ya lo hemos dicho, el arte de la memoria formaba parte de la formación del orador, del político. La vida forense reclamaba una pronta memorización. Anécdotas de memorias extraordinarias, rayanas en 10 fantástico, son muy corrientes en la Antigüedad. En el Ad Herennium, libro de texto de autor desconocido, escrito sobre 86-82 a. C., la memoria es una ele las cinco partes ele la retórica (inventio, dispositio, elocutio, memoria y pronunciatio). Al hablar sobre la memoria distingue la natural o innata y la artificial, que se adquiere con determinados ejercicios. La memoria artificial consta de lugares (loci) e imágenes (imágenes agentes, formae, notae, simulachra). Se distingue también una memoria para temas o cosas (res) y otra, más discutible, y desde luego más engorrosa, para palabras (verba). La invención de esta última se atribuye a los griegos y su desarrollo puede tener que ver con la notae o signos taquigráficos con que se recogían los discursos. (Más arriba hemos aludido al ars notoria y a las notae; Yates sugiere que acaso el ars notoria derive del arte de la memoria; los notarios, desde luego, también derivan de las notae). 
Bartolomeo da San Concordia, autor medieval (12621347) que trató sobre la «memoria», dice: «y Tulio [es decir, Cicerón] añade que los lugares son como tablillas o papel y las imágenes como letras, y que alojar las imágenes es como escribir, y que hablar como leer». (Amaestramenti degli antichi, IX, 8). 
En efecto, el orador tras haber fabricado en su mente determinados lugares -reales o imaginarios-y de haber alojado en ellos determinadas imágenes a que asocia lo que quiere recordar, no más que darse un paseo por tan espectral y pedir en cada sitio -como quien va de compras-lo que allí había confiado. Los lugares tienen que ser espaciosos, pero no en exceso, pues en ese caso la imagen se perdería, tienen que estar bien iluminados, etc. Las imágenes también tienen sus reglas: la primera y fundamental es que sean «monstruosas», es decir, que tengan capacidad de mover, impresionar, mostrar, y poco importa si a las veces representan actitudes obscenas. Todos esos lugares, dentro los que se instalan las imágenes, tienen que guardar ciertas proporciones e intervalos los unos con los otros y presentar claridad en su trazado. 
El horaciano «ut pictura poesis» encuentra aquí una aplicación sorprendente. Pero es que teoría del «ut pictura poesis» para el Renacimiento y deriva del propio del arte de la memoria, de Simónides de Ceas. A partir de él la «vista» ocupará en el arte de la memoria el lugar preeminente. 
El autor del Ad Herennium alude a dos puntos que me interesa acentuar. Dice así: «pues hay muchas palabras que hacen las veces de conjunciones que conectan los miembros de una oración y éstos no pueden ser figurados por ninguna similitud». ¡Tenemos. pues, palabras inasimilables, infigurables! 
Poco después dice el anónimo autor: «podemos imprimir [el asunto] mediante hábil disposición de varias máscaras [singulis personis] », Proteo y Teatro, al rostro de las palabras le cuadran las máscaras. 
No queremos terminar estas notas sobre la «memoria» sin aludir a la sorprendente innovación de Metrodoro de Scepsis. El retórico florido Metrodoro se construyó como lugar de la memoria la bóveda celeste. Quintiliano nos informa que Metrodoro «encontró trescientos sesenta lugares en los doce signos a través de los que el sol se mueve». Es muy probable, como sugiere L. A. Post y refiere F. Yates, que dividiera el zodíaco no sólo en doce signos, sino también en los treinta y seis decanos, cada uno de los cuales cubre diez grados, subdividiendo cada uno de los decanos en diez cámaras. 
Esta invención tendrá gran importancia en el arte de la memoria de Bruno y dará lugar al «ars rotunda» o celeste, en oposición al «ars quadrata» o terrestre. 
La contestación de Ouintiliano afecta particularmente a la memoria de palabras y más exactamente a la memoria de las conjunciones, inaccesibles a la figuración. No reniega de la «memoria», pero la desvaloriza como parte de la retórica y propone un nuevo procedimiento que consiste en ordenar el texto en hojas «preparadas» ad hoc, de manera análoga a lo que serán los «epítomes» ramistas.

Sobre el arte de la memoria en la Edad Media diremos solamente que quedó vinculada a la práctica religiosa, a la presencia del mundo religioso en la mente. 
Alberto Magno y Tomás de Aquino la vinculan a la virtud de la Prudencia, ya que ésta usa la memoria del pasado para su debido ejercicio. Asimismo vinculan el arte de la memoria a la gnoseología aristotélica. Todo conocimiento se hace derivar, como de fuentes, de la información recibida por los sentidos y alojada -y reelaborada-por el sentido común y la imaginación. Este punto de vista sería especialmente relevante en Bruno. De la tradición medieval de la memoria derivan los tratados de la memoria, como el de J. Romberch, en los que Bruno se inspirará. Pero dejemos la Edad Media. Entrar en más detalles nos llevaría demasiado lejos de nuestro propósito. 
Pero no podemos dejar de aludir, siquiera sea brevemente, al arte de Raimundo Lulio, aun cuando sólo sea porque Bruno dedicó varios libros a desentrañar esa arte y porque incluso en su De umbris hace una aplicación con vistas a la memoria artificial. 
Aunque su vida transcurre en la época dorada del escolasticismo, Lulio tiene los ojos vueltos al neoplatonismo y al augustinismo del siglo XII. Alimentado en el Pseudo-Dionisio y en Escoto Erígena se encuentra por su excentricidad cronológica y conceptual más próximo al Renacimiento. 
En el Libro de la Contemplación Lulio personifica las tres potencias del alma en tres doncellas, y describe así sus actividades: 
«La primera recuerda lo que la segunda entiende y la tercera quiere; la segunda entiende lo que la primera recuerda y la tercera quiere; la tercera quiere lo que la primera recuerda y la segunda entiende.» 
El arte de Lulio como arte de la memoria consiste en tener presente en la memoria su propia arte combinatoria, basada en las Dignidades de Dios, que como arquetipos penetran todos los grados de la escala universal. 
Pero es que estas tres potencias del alma se corresponden también con el desglose que se hacía de la Prudencia -virtud que preside el arte de la memoria medieval-en memoria, entendimiento y voluntad. De todos modos el arte de Raimundo Lulio es un arte muy particular. Una de sus caras es el de ser arte de la memoria, como el propio Lulio lo afirma varias veces; otra de sus caras es la de expresar el arte de la naturaleza, una naturaleza en que la realidad y el pensamiento convergen, en que lo real y lo lógico hallan su punto encuentro, y por ello muy superior a la lógica, descarnadamente abstracta, de la Escolástica de la época. Las Dignidades de Dios son los Nombres de Dios del Pseudo Dionisia, a los que tanto se dedicó la Cábala contemporánea de Lulio, particularmente en el místico sefardita Abulafia. Estas Dignidades o Nombres o Sefirotas (Bondad, Grandeza, Eternidad, Poder, etc.) están infundidas en todas las cosas. Por el nombre de Dios –que podríamos asimilar al entendimiento o mens divinos– las cosas son Unidad, los grados del universo se comunican. La imagen de la escala del ser está muy presente en la obra de Lulio. Pero tampoco podemos detenernos en este tema. 
Una de las características más peculiares del arte de Lulio es la ausencia de imágenes, pero no de diagramas, como el cuadrado del mundo elemental, el círculo del cielo y el triángulo de Dios. El lenguaje de Lulio se basa en letras empleadas en una suerte de álgebra mística. Las ruedas que están escritas estas letras místico-algebraicas se ponen, con su revolución, en correspondencias combinatorias, de manera que, por ejemplo, una Dignidad pueda predicarse de las diferentes letras de la otra rueda. Este uso del movimiento es particularmente relevante, pues el arte clásica y el medieval de la memoria está basada en una concepción estática del psiquismo y de la naturaleza. El mismo peso de las sumas teológicas medievales, su intrincada subdivisión en partes, partes de partes, secciones, etc., difícilmente las hacen susceptibles de «desviación» o de «desplazamiento» por mínimos que éstos pudiesen ser. A la estática «memoria» la Antigüedad y del Medioevo Lulio la con el movimiento «revolucionario» de sus ruedas, y al inevitable peso todo el espectacular fárrago de imágenes que poblaba aquellas artes,  Lulio lo sustituye por un arte  aérea hecha de meras letras, de cifras en perpetuo movimiento. 
De todos modos en el De Imaginum Bruno no discurre por estas rutas, aun cuando en algunos capítulos perceptible un uso de letras y combinaciones de como auxiliar de la memoria. 

Nos encontramos ahora en un teatro, un teatro madera que cabe en una habitación amplia, prácticamente sin escenario, y con nosotros en medio, aproximadamente en el punto donde arrancaría el escenario. Olvidaba decir que es un teatro semejante a los explicados por Vitruvio, es decir, semejante a los teatros romanos. a nuestros ojos siete gradas, cruzadas por siete pasarelas. En realidad es en ellas donde se representa el drama, pues toda la amplia zona del graderío se halla saturada de imágenes, mitológicas en su mayor parte, bajo las que se abren cajones repletos de papeles. 
Es el teatro de la memoria del «divino» Giulio Camilla. Su inventor, que está cerca de nosotros, conversa con otro personaje, amigo y corresponsal de Erasmo, que se llama Viglius Zuichemius. Debemos estar en el año 1532. 
El divino y famosísimo Camilo muy difícilmente va a hacer comprender al pacato Viglio, amigo del pacato Erasmo, los arcanos de su teatro. Frente a frente las dos máscaras del Renacimiento. Ambas ahora nos pueden resultar cómicamente trágicas o trágicamente cómicas, pues hemos sido lo suficiente espectadores como para ser lo suficientemente escépticos. Viglio representa la moderación, el uso moderado de la razón en todo, un cierto desvío por todo lo extraordinario y un cierto apego por la gramática y la filología. Camilla encarna la otra cara del Renacimiento, la que abre los ojos a imaginación, a la empresa extraordinaria, la cara de la invención. El morigerado moderador dará cuenta, obviamente, del encuentro con el desaforado provocador de la memoria, en una puntual carta que dirige a Erasmo. Citemos algunos pasajes: 
«Cuando le pregunté sobre la significación de la obra, su plan y resultados –hablándome religiosamente e incluso como estupefacto por el prodigio de la cosa– arrojó ante mí algunos papeles... Llama a este su teatro con muchos nombres diciendo que es una mente o un alma construida [artificial] o bien con ventanas. Pretende que todas las cosas que puede concebir la mente humana y que no podemos ver con los ojos corporales, una vez que han sido reunidos con meditación diligente, pueden ser expresadas por determinados signos corporales de tal suerte que el espectador puede percibir en un instante con sus ojos todo lo que, de otro modo, quedaría oculto en profundidades de la mente humana. y es a causa de su aspecto material por lo que lo llama teatro.. 
Camilla no llegó nunca a rematar su teatro a pesar del apoyo financiero y del interés con que le urgía el rey de Francia. Frances Yates lo ha reconstruido siguiendo L'Idea del Theatro, El contenido de este librito, dedicado al marqués del Vasto, lo dictó en siete mañanas a Girolamo Muzio. En él se registra, a grandes rasgos, el plano, las imágenes y otros aspectos de este singular teatro de la memoria y de la mente. 
Acendrado platonismo, hermetismo, cábala y magia matemática dan suelo a este «lugar» de la mente. Pues es sobre los siete pilares en que se asentaba la Casa de la Sabiduría de Salomón, sobre los siete sefirotas, las siete más elevadas jerarquías angélicas, los siete planetas, sobre lo que se elevan las imágenes míticas que compendian y unifican todo cuanto puede ser y todo cuanto se puede saber. Camilla pretendió dar un lugar eterno a las verdades eternas. (No contó con el desaprensivo tiempo ni con el olvido.) 
Bruno, Giordano. Mundo, magia y memoria. Edición de Ignacio Gómez de Liaño. Taurus Ediciones, Madrid 1973.  Pags, 300-308.


1 comentario:

  1. Chupalla, qué te puedo decir, nada sólo ratificar mi enorme ignorancia, es para releerlo, me lo guardo, es un documento importante, te lo agradezco mucho. Lo he disfrutado no sabes cuánto.

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